Hace mucho, mucho tiempo me regalaron por mi Primera Comunión un cuento para niños, pero al igual que “El Principito”, siempre tuvo para mí el otro mensaje que descubrí a medida que me hice más mayor. Lo escribió Montserrat del Amo, curiosamente estudió, además de Filosofía y letras, Perito Mercantil (como mi padre, aunque él es Profesor Mercantil, y aprendió el oficio de cajista de imprenta, como mi abuelo paterno.
He sentido la necesidad de buscarlo y, al volverlo a leer, confirmar y desconformar muchas cosas desde entonces y descubrir a aquel niño que aún sigo llevando dentro. En aquellos tiempos creía en los Reyes Magos y en todas la cosas que se relatan en el cuento, hoy no creo en muchas de ellas. De las que perduran, tengo el convencimiento de que hay un Ángel Guardián que vela por mí, lo he puesto a prueba muchas veces y no puede ser cosa del azar, el jodio no me ha fallado hasta ahora.
Rastro de Dios (1960).
Se llamaba «Rastro de Dios». Así lo había anotado san Miguel, capitán de todos los ángeles, al final de su lista. Porque san Miguel tuvo que hacer una lista con los ángeles fieles y ajustar las filas de su ejército para que no se notara el hueco que habían dejado los ángeles malos.
A cada uno le había dado su nombre, comenzando por Gabriel, el ángel que Dios había creado para anunciar al mundo la noticia más importante; luego señaló a Rafael, que debía acompañar a Tobías en aquel viaje, y que desde entonces se sabe que es el encargado de conducir sano y salvo a todo viajero.
Y así fue poniendo a cada uno un nombre propio hasta que no quedó sino uno, un ángel pequeño que casi no sabía volar.
San Miguel había encargado a un ángel grande y fuerte que se llamaba «Fortaleza de Dios», que le enseñara, pero todo fue inútil. Él sabía volar sólo en la estela luminosa que dejaba Dios al pasar, ¡un caminito de Dios! Sí, así el ángel pequeño desplegaba sus alas y volaba sonriendo feliz. Pero apenas se distraía un poco y salía del rastro de Dios, o bien cuando se retrasaba demasiado y perdía la luz, sentía un peso de plomo sobre las alas y comenzaba a caer y caer hasta que algún ángel lo recogía y lo regresaba a su sendero, donde el pequeño volaba feliz, sintiéndose seguro como un niño en su cuna.
Por eso, cuando el capitán san Miguel terminó su larga lista de los nombres de todos los ángeles, escribió al último: «Rastro de Dios», para que así se llamara de ahora en adelante el angelito.
Y dijo san Miguel: «Pon atención, ‘Rastro de Dios’, no te alejes de su rastro porque Dios está por crear el mundo, y los hombres le darán mucho trabajo, y si tú caes quizá no podrá mandar un ángel a recogerte».
Y san Miguel cuidaba con compasión a «Rastro de Dios», pensando que no sabría estar el angelito solo, perdido en el espacio. Un ángel pequeño que no sabía ni siquiera volar.
«Rastro de Dios» respondió que sí, que sabría estar atento, y desde entonces siguió a Dios a todas partes muy de cerca, sin distraerse ni siquiera un momento para no perder el sendero de la luz que dejaba a su paso.
Por esto vio muy bien cómo Dios creo el primer día, el cielo y la Tierra, que eran al inicio sólo un montón de fango oscuro; y Dios dijo: «Sea la luz». Y después dividió la luz de la tiniebla y llamó día a la «luz» y «noche» a la tiniebla.
«Rastro de Dios» miraba todo, muy asombradito, y repetía en baja voz la nueva palabra que Dios pronunciaba, y decía en voz baja: «Día, día, día, día» y después «noche, noche, noche, noche», para no olvidarlo ya que eran palabras muy bellas.
Estaba tan ocupado en estas cosas que se quedaba un poco retrasado; no lo llevaba del todo la luz de la huella divina y tropezaba por el aire. Si se cayera sería algo terrible, porque todos los ángeles estaban mirando lo creado y ninguno se hubiera preocupado de recogerlo. Hizo un esfuerzo y rápido planeó. Cuando llegó cerca de Dios, comenzó el segundo día. La voz divina decía: «Que se haga el firmamento en medio de las aguas». Al firmamento lo llamó «cielo».
«Rastro de Dios» comenzó a decir: «Cielo, cielo…».
«Sabiduría de Dios», un ángel muy delgado que le estaba viendo, le dijo muy enfadado que se estuviera callado porque molestaba a todos, y que no era necesario repetir tantas veces la palabra cielo porque era muy fácil de aprender.
San Miguel preguntó qué cosa estaba sucediendo, y aunque hizo callar a «Rastro de Dios» no lo regañó porque, a fin de cuentas, era el más pequeño de todos los ángeles y se necesitaba tener paciencia con él. Se marchó moviendo lentamente las alas y pensando que un angelito así de torpe habría servido de poco.
En tanto, comenzó el tercer día, porque en el Cielo los días pasan veloces como una tarde de vacaciones.
Dios dijo: «Que se unan en un solo punto las aguas que están debajo del cielo y que aparezca lo seco». Llamó a lo seco «tierra» y al agua reunida «mar». Hizo nacer la hierba, las plantas y los árboles.
Dios puso en cada fruto una semilla, para que más tarde se pudiera sembrar; así que, cuando se marchitara aquello que se había creado, renaciera de nuevo. «Rastro de Dios» estaba asombrado y pensaba qué otra cosa podría crear Dios en los días siguientes, pues veía que las cosas hechas ya eran cosas bellas. Y volaba impaciente esperando que comenzase el cuarto día.
Dios dijo: «Que se hagan las estrellas en el firmamento del cielo para distinguir el día de la noche y sirvan como signo al tiempo, los días y los años. Luzcan en el cielo e iluminen la Tierra».
«Rastro de Dios» captaba todo esto muy bien, dado que en el día anterior había aprendido la palabra, por eso sabía qué cosas eran la Tierra, el cielo, el día y la noche. Vio cómo Dios creó el sol, tan grande y luminoso que sólo Dios podía guardarlo sin deslumbrarse y tocarlo sin quemarse.
Cuando creó la luna, muy pequeña, blanca y juguetona como una pelota, le pareció que se divertía en cada vuelta escondiéndose de la noche. Dios hizo también millares de estrellas que lucían bellísimas en su mano plena de luz. Algunas eran blancas, muy blancas y pequeñas. Otras, coloradas.
Todos los ángeles trabajaban colocando las estrellas donde Dios les indicaba. Todos volaban de un punto a otro y, si podían, seguían su vuelo por la misma estela luminosa que dejaban las estrellas de la noche. Las luces llenaban el cielo haciéndolo parecer la Gran Plaza en una noche de fuegos artificiales.
Todos los ángeles volaban colocando las estrellas, menos «Rastro de Dios», porque san Miguel le había dicho que no se moviera, ya que se podía perder entre tanta confusión y sería difícil buscarlo entre tantas cosas que Dios había creado.
En una parte, san Rafael estaba atareado colocando de modo bien visible la Estrella Polar, aquella que indica siempre al norte, para que guiase a los navegantes. En otra parte estaba «Fortaleza de Dios» con una estrella tan grande que ningún otro ángel habría podido mover, mientras él la transportaba sin ningún esfuerzo.
«Sabiduría de Dios», como un guardia en la confusión celestial, dirigía el tráfico de modo tal que ninguno chocase.
Millares de ángeles iban y venían, y cuando veían a «Rastro de Dios» con las alas plegadas sonreían con un poco de compasión, pensando: «No servirá nunca de gran cosa un ángel que no puede volar bien».
«Rastro de Dios» no se rendía con todas esas burlas, porque había sólo tiempo para mirar, con los ojos bien abiertos, esa fantástica fiesta de luces.
En un instante todas las estrellas estuvieron en su lugar. El cielo era de verdad bellísimo. Todos los ángeles se giraron hacia Dios para alabarlo.
Y entonces se dieron cuenta de que no habían acabado todavía: faltaba aún una estrella por colocar. Era una estrella blanca, no muy grande, y Dios la tenía en su mano derecha. Los ángeles empezaron a preguntarse dónde la habría de colocar Dios si el cielo ya se encontraba lleno de estrellas y estaban tan bien colocadas que parecía imposible cambiarlas de lugar por una más.
Y un ángel dijo: «Aquella estrella sobra, necesitará tirarla». Y otro: «Seguramente no le hará falta una más».
Dios, en silencio, bajó la mano derecha cerca de donde estaba «Rastro de Dios», que lo miraba embobado. Dios se inclinó y le entregó la estrella.
«Rastro de Dios» la cogió con muchísimo cuidado para no dejarla caer. Pensó que debía sostenerla sólo por un momento mientras Dios le decía a un ángel, mucho más despierto, más bello y más fuerte que él, que la colocara; pero Dios no dijo nada, viendo que todo estaba en su lugar, y así llegó el final del cuarto día.
La estrella no era muy grande, pero «Rastro de Dios» era tan pequeño que, así de pie como estaba, casi no la podía sostener. Era necesario sujetarla con mucha seguridad. ¿Qué habría dicho san Miguel si la hubiera dejado caer? Comenzó a doblarse, a doblarse hasta quedarse con los pies extendidos y la estrella sobre las rodillas. ¡Así! ¡Muy bien! Sentía una bella calidez muy agradable y una gran luz. Apenas podía ver cualquier cosa, porque la estrella se lo impedía, pero no le importaba nada porque estaba cumpliendo un encargo de Dios.
El quinto día Dios fue a crear los peces y «Rastro de Dios» no pudo seguirlo porque la estrella pesaba mucho y le fue imposible alzarla. En la noche algunos ángeles vinieron a contarle cómo eran los peces, las aves y, al día siguiente, los animales. Al último le dijeron cómo fue hecho el hombre, a imagen y semejanza de Dios; pero no le daban más explicaciones, y «Rastro de Dios» no podía imaginárselo.
El séptimo día del mundo fue de reposo para todos, y «Rastro de Dios» descansó con la cabeza apoyada en su estrella.
Tenía razón el capitán san Miguel: todos los hombres comenzaron a dar mucho trabajo. Eran rebeldes y desobedecían a Dios; orgullosos, querían igualarlo. Y como esto no era posible, Dios, con mucho pesar, porque se había encariñado, tuvo que castigarlos. Pero pronto les prometió un Salvador que nacería, padecería y moriría por ellos para redimirlos. A fin de que los hombres no olvidaran la promesa, mandó de tanto en tanto a sus ángeles para recordárselo y, en muchas ocasiones, también para ayudarles.
Y le dio a cada hombre un ángel custodio, mensajero entre Dios y el hombre.
San Miguel tomó su lista e hizo una cruz cerca del nombre de cada ángel que era nominado como guardián de cada hombre. Y al lado del nombre escribió el día y la hora en que debía ser mandado a la Tierra. Una copia de esta lista fue dada a un ángel llamado «Providencia de Dios» para que le recordase a cada uno cuándo debía comenzar a volar.
Así comenzó un ir y venir del Cielo a la Tierra y de la Tierra la Cielo; se podía sentir a todas horas el vuelo de los santos ángeles. Todos estaban muy atareados y ninguno se ocupaba de «Rastro de Dios», que estaba ahí, sentado desde el inicio del mundo con su estrella bajo el brazo, firme, firme para no dejarla caer.
«Rastro de Dios» no se desesperaba. Miraba lo que podía por sobre su estrella y escuchaba las palabras que decían los ángeles cuando pasaban. A fuerza de verlo así ninguno lo llamaba ya «Rastro de Dios» sino «el Sentado», y así olvidaron su verdadero nombre.
Un día un ángel iba, por encargo de Dios, a la Tierra a pintar por primera vez el arco iris. Era un encargo muy importante porque tenía que pintar líneas muy cuidadosamente en medio de la lluvia, atento a que los colores no se mezclaran los unos con los otros y definiéndolos a fin de que casi se tocaran. El resultado fue que, mientras el ángel, que se llamaba «Belleza de Dios», daba los últimos retoques, un pajarito se metió entre sus alas y, porque había que definir el arco iris y ver cómo llegaba, no se ocupó del pajarito, que salió con él, en las alas del ángel, hasta el Cielo.
«Belleza de Dios» pasó junto a «el Sentado», que no había visto jamás un pájaro. El angelito, al verlo, dijo: ‘«Belleza de Dios», qué bella flor has traído de la Tierra’.
«Belleza de Dios» le explicó que no era una flor sino un pájaro, de aquéllos que Dios había creado el quinto día, que podía volar como los ángeles y que sabía también cantar. Desenredó al pajarito de las plumas de sus alas y se lo dio a «el Sentado».
‘Ten’. «El Sentado» quedó estupefacto de cómo volaba tan bien. «Belleza de Dios» le contó entonces sobre muchas cosas que había visto allá en la Tierra y le pintó incluso un pequeño arco iris con los colores que la habían sobrado. «El Sentado» escuchaba con tanta atención que era un placer contarle historias; desde aquel momento todos los ángeles que llegaban de la Tierra adquirieron la costumbre de pararse por un momento junto a él.
Y así supo cómo salió el pueblo de Dios de Egipto, cómo fue conducido por el desierto hasta la Tierra Prometida y cómo sonaba profunda y grave la voz del profeta. «El Sentado» estaba maravillado de la historia de la Tierra y le parecía que los otros ángeles eran muy listos y valientes. Él nunca sería tan fiel para entrar en un horno encendido para refrescar con el viento de sus alas a los tres jóvenes que el rey Nabucodonosor —aquel hombre tan difícil— había hecho arrojar dentro por no haber querido adorar a su ídolo. Y menos aún habría tenido el valor de descender a la fosa de los leones para cerrar con la propia mano sus bocas para que no hicieran ningún mal al profeta Daniel. Era una fortuna que Dios le hubiese dado un encargo tan fácil como aquello de vigilar una estrella, porque así, sentado como estaba, no había peligro de que se cayera y Dios podía venir a recogérsela cuando quisiera.
«El Sentado» estaba contento.
Pasaron así los siglos y llegó el tiempo de la Gran Promesa. Todo estaba bien preparado. El capitán san Miguel había mandado un ángel para que se ocupara del musgo y la paja que debía servir para la cuna del Niño Jesús, de modo que creciese muy fina y dorada, y el musgo muy verde y fresco. Había buscado también un buey y un asno para que con su aliento calentaran el establo; el asno lo escogió gris como la plata, y el buey, marrón como el chocolate.
Los ángeles debían cantar «Gloria a Dios en lo alto de los cielos». Ya ensayaban, y en todos los ángulos del Cielo se podía escuchar una muy bella canción.
Fue así que «el Sentado» vino a saber de aquello que estaba por suceder. Por todo esto, en los últimos tiempos los ángeles estaban tan ocupados que no se detenían a contarle nada, pensando que no podían perder su tiempo con un ángel del cual Dios parecía haberse olvidado.
Llegó, finalmente, el 24 de diciembre y aquello debía ser la primera Navidad del mundo. Una larga fila de ángeles cantantes estaba lista para emprender el vuelo con sus alas plenas de luz y las bocas plenas de alegría que no se podían hacer callar por más tiempo.
Como sucede cuando deberíamos dar una sorpresa a mamá y se debe callar sólo un poco, pero se termina por contarlo porque se escapa, así los ángeles estaban esperando la señal de Dios porque la noticia que llevaban era la mejor de todos los tiempos y su alegría se escapaba de sus canciones.
El capitán san Miguel debía continuamente hacerles callar. Porque todos aquellos ángeles debían anunciar a los pastores que había nacido el Hijo de Dios. Dios dijo que todo aquello andaba muy bien, pero que, sin embargo, faltaba una cosa.
El capitán san Miguel se puso rojo, todos los ángeles lo observaban con reproche. ¿Cómo había podido olvidar algo en una noche así de importante?
Escondiendo la mano contó con los dedos: el pesebre, la paja, el asno y el buey, los ángeles cantores… cuatro cosas, ¿Qué otra cosa podía faltar? ¡Faltaba la estrella! ¡La estrella de los Reyes Magos! ¡Aquella estrella que debía ser mandada muy lejos para que guiase a los Santos Reyes Magos hasta el establo!
El capitán san Miguel organizó todo en un momento: llamó a «Belleza de Dios» para que escogiese la estrella más bella de todas, a «Sabiduría de Dios» para que pensara qué camino seguir para tomarla, y a «Fortaleza de Dios» para que la cargase.
Pero en verdad Dios, ya desde hacía mucho tiempo, había creado una estrella especial para esta acontecimiento. ¿Una estrella sin usar? Sí, aquella sería ¡una estrella totalmente nueva!
San Miguel, guiado por Rafael y seguido por tres ángeles: «Belleza de Dios», «Sabiduría de Dios» y «Fortaleza de Dios», anduvo buscando en el lugar donde se conservaban las cosas nuevas.
Había muchas plantas, fuego, nubes y luces bellísimas, pero no había ninguna estrella. Regresaron desalentados, con la cabeza, baja, a la presencia de Dios.
Sí, Él había creado una estrella para inaugurarla en aquel momento y se la había dado a un ángel para que la conservara.
«¿A un ángel? ¿A cuál ángel?».
San Miguel la buscó en su lista. La llevaba siempre consigo, guardada entre el cinturón de la armadura y la espada. Se afanaba tanto, pero no la encontró. Siguió buscándola en todos los bolsillos, ¡pero nada!
Había dejado caer su lista en el lugar de las cosas nuevas, mientras alzaba con ayuda de «Fortaleza de Dios» una nube muy grande para ver si debajo había otra estrella. «Orden de Dios», un ángel que era encargado de que todo fuese siempre muy limpio y ordenado, había encontrado la lista y venía volando a dársela a san Miguel.
La lista estaba gastada, vieja, llena de pliegues a fuerza de sacarla, conservarla y guardarla continuamente. ¿Cómo se llamaba el ángel? Dios, que todo lo sabe, dijo: ‘Se llama «Rastro de Dios»’.
San Miguel comenzó a recorrer la lista con el dedo, pero tardó muchísimo en encontrar el nombre porque era el último de todos. Estaba escrito: «Rastro de Dios», pero al lado no había señal alguna; debía tratarse de un ángel que no se presentaba a la revista. Pensó: ‘¿Pero dónde se habrá metido este «Rastro de Dios» que no lo recuerdo siquiera?’.
Estaba así tratando de recordar cuando «Sabiduría de Dios» se acercó a él y le dijo una palabra al oído. A san Miguel se le alegró la cara y respondió. ‘¡Ah, sí, ahora lo recuerdo! ¡Es «el Sentado»!’.
Dios, al oírlo, sonrió. Se dirigieron todos a donde estaba «Rastro de Dios», sentado con su estrella en las rodillas desde el inicio del mundo.
Primero iban los ángeles cantantes, después todos los otros ángeles, luego seguían Miguel, Gabriel y Rafael, que son como los principales de los ángeles. Como era una ocasión solemne, el capitán san Miguel había desenvainado su espada, que brillaba plena de luz. Al último iba Dios.
«El Sentado», mirando por encima de la estrella, los vio venir y pensó que había llegado la Gran Noche; que era una fortuna que pasaran así de cerca de él para poder ver todo sin perder detalle. Aquello que no podía mínimamente imaginar era que Dios y todos los ángeles venían a buscarlo a él.
Pensó que estando sentado les podía estorbar, y trató de moverse. Pero por poco se le cae la estrella, así que se quedó firme y continuó sosteniendo la estrella en sus rodillas.
Llegaron los cantores y todos los ángeles se formaron alrededor. «Rastro de Dios» estaba muy maravillado. Cuando llegó Dios, lo miró y le sonrió, así como en el cuarto día de la creación, cuando le había dado la estrella con su mano derecha.
San Miguel le dijo: ‘Escucha, «Sentado»…’. Pero se interrumpió inmediatamente, ya que pensó que no era correcto llamarlo con un apodo delante de Dios, y comenzó de nuevo: ‘Escucha, «Rastro de Dios»: aquella estrella que tú custodiaste estaba hecha para anunciar a los Santos Reyes Magos el nacimiento del Niño Jesús, y esta noche debe dirigirlos desde Oriente llevando tú la estrella’.
En aquel momento Rafael lo interrumpió y comenzó a explicarle a «Rastro de Dios», en un gran mapa, hacia dónde debía dirigirse. «Fortaleza de Dios» le dijo cómo debía llevar la estrella, y «Belleza de Dios» le explicó cómo debía sostener la estrella de modo que la estela luminosa fuese lo más bella posible.
«Rastro de Dios·» no captaba nada, no sabía cómo cumplir el encargo y además —recordó san Miguel— había aprendido apenas a volar y había estado sentado tanto tiempo que ahora lo habría hecho peor. Sabía que debían mandar a cualquier otro.
Dios, en tanto, se había acercado al angelito y lo miraba. «Rastro de Dios», a quien la estrella no le pesaba más, se levantó. Dios le hizo una señal con la mano y «Rastro de Dios» vio que un camino de luz se abría al frente de él, en el espacio.
Movió las alas. Primero de modo torpe, después con fuerza… ¡Volaba!
Como se había quedado sentado miles de siglos son moverse, le había caído encima todo el polvo del Cielo, y ahora una polvareda de luz, con el batir de sus alas, era esparcida en la noche, formando una estela luminosa.
Los ángeles estaban maravillados. Y así salió volando, volando a lo largo del camino indicado por Dios. Portaba la estrella en su mano extendida y dejaba al paso una cauda de luz.
Los Santos Reyes, en su palacio, miraban las estrellas, y uno les dijo indicando aquélla que «Rastro de Dios» llevaba en su mano: ‘¡Miren! ¡La señal! ¡Ha nacido el Hijo de Dios!’.
Y «Rastro de Dios», lleno de felicidad, se echó a reír alegremente.